jueves, 8 de junio de 2017

CHIN PO Y LA LUZ, por Dry

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Nadie puede decirte quién eres. Ni siquiera tú.




El maestro recibe así a Chin Po, que le mira bajo el dintel de la puerta en posición de zarigüeya real, lo que en el imbricado universo simbólico zen significa que algo importante está por ocurrir. Wi-Tei parece mucho más viejo, Chin Po mucho más sensato, y el espeluchado lobo Sebastián mucho más... bueno, simplemente, mucho más. Son la tríada de una personalidad hecha añicos hace años y reconstruida laboriosamente con papel de celo, aquel que los murcianos llaman simplemente fiso (Fixo). Wi-Tei, el sabio maestro que mide sus palabras con simpar calibre. Chin Po, el díscolo alumno que buscó refugio en el monasterio y que tiene serios problemas para aprender hasta las cosas más sencillas. Y Sebastián, el lobo que huyó del bosque. Son tres, como tres eran los de Los Panchos, tres las virtudes teologales, y tres cosas hay en la vida.


El escenario es el mismo. Un monasterio ruinoso en lo alto de un acantilado en el borde de un país por el que ya nadie pasa. Ventanas con póstigos de madera, un patio con un pozo, largos pasillos. Diríase sacado de un sueño de Borges por lo infinito, de un poema medieval por la combinación de olores a madera vieja y azahar de los naranjos, de una película de Kurosawa por el rollo japonés. Hay un estanque cerca y las ranas se zambullen y detienen el mundo. La playa está también próxima, pero hay que ir en coche porque el lobo ya no está para esos trotes. 



Sebastián es el lobo, quizá el personaje que más simpatía genera. Se acurruca siempre al lado de la gente buena y eso le da puntos de nobleza. Se le ve que está trabajado; que ha sufrido, vaya. Ya lo hemos dicho, pero está francamente despeluchado. Una vez estuvo delante de un hada y esas cosas no se olvidan tan fácilmente. A Sebastián, las noches de luna redonda, le encanta componer figuras subido a los riscos. Aúlla fuerte y sabe que así dibuja una imagen imponente: la vanidad le puede a veces. Reconozcamos también que ha perfeccionado su paciencia, pues vivir con Wi-Tei y Chin Po no debe de ser nada fácil. Digamos, por último, que Sebastián es un lobo, y que a los lobos les encanta que les tiren el frisbee en la playa.



Wi-Tei es el maestro, viejo como el tiempo mismo. Apenas se sabe nada de su vida antes de entrar al monasterio, ni cómo llegó a dirigirlo. Wi-Tei mueve con dificultad su cuerpo enjuto. Pero piensa como un coche de carreras. O una jarra de agua fresca. O una nube o un niño. Al viejo maestro le persigue su fama de ser poco tolerante con la gente. Encerrado en su sabiduría, apenas entiende las convenciones sociales. Sin embargo, su último discípulo, el ínclito Chin Po, parece que le ablanda bastante. Wi-Tei tene rutinas de persona mayor. Duerme cuando no le toca, juega al dominó y se queja del gobierno. Lee el Marca y expande su conciencia a la manera de los viejos sabios. Como sabemos, Wi-Tei se encontró al viejo lobo herido en el bosque. Lo cogió en brazos, le susurró palabras, lo curó y lo adoptó. Justo en esa misma época en que él mismo necesitaba ser salvado, salvar al lobo le salvó.



Y por último, él. El único monje zen que necesitó una adaptación curricular en el monasterio. Un chaval con dificultades de lectoescritura, de comprensión, de memoria y de olor corporal. Lerdo hasta decir basta. Orgulloso, bocazas, tardón y bendecido con el don de la inoportunidad. Chin Po, capaz de sacarte de tus casillas preguntándote las cosas más peregrinas. Botarate, si acaso esa palabra pudiera ser usada. Torpedo sessuarl. Chin Po se ganó un hueco en nuestros corazones a base de llevar al límite la razón y la paciencia. Lo vimos estrellarse mil veces, y mil veces reaparecer como si nada. Quizá algo bueno que podríamos señalar en él sería precisamente su perseverancia. En ella reconocimos la lucha contra el absurdo como algo propio. Le vimos aprender, olvidar lo aprendido, frustrarse por olvidar y volver a preguntar las cosas más básicas. Nos hizo hasta reír. Lo vimos cuidar de Wi Tei, lo vimos jugar con Sebastián. Vimos la grandeza de la vida y de la lucha. Entendimos por qué a los caminos se les llama derroteros. Comprendimos, al fin, el tempo del mundo; y quizá, solo por eso, ya podríamos decir que algo sacamos en claro de todo esto.


Ha pasado mucho tiempo. Chin Po suelta el petate y se enciende un cigarrillo. Sebastián le hace cabriolas alrededor y el joven le acaricia el lomo rasposo. Wi-Tei se levanta costosamente y se acerca. Abre un litro de estrella y sirve un par de vasos. Patatas, olivas y cascaruja. Abraza a Chin Po. Pone música con el móvil. Hablan del mundo exterior. Sonríen. Afuera está atardeciendo.







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