Hace unos cuantos años Paco Frutos se presentaba a
presidente del gobierno al frente de IU. En una entrevista dijo que esas
elecciones eran decisivas, porque se trataba de aprovechar la bonanza económica
del país, y los votantes debían elegir si querían “cambiar de coche cada cuatro
años, o bien probar con algunos cambios más profundos en el modelo
socioeconómico”. En aquellas elecciones IU casi desapareció del mapa político
español.
El 22 de mayo de 2011 estaba yo sentado en La Glorieta de Murcia junto
a miles de “indignados”. Era el día de las elecciones autonómicas y se
respiraba en el ambiente cierta euforia. Tras meses de manifestaciones de los
funcionarios, de los movimientos 15
M y Democracia Real Ya, y de quince años de gobierno del
PP en la región, parecía que íbamos a asistir a un vuelco electoral. Bueno, si
no vuelco, sí al menos un poco de movimiento en la Asamblea. La gente que tenía
smartphones empezó a enseñar los resultados a los que tenían alrededor. Habían
participado 660.000 votantes, de los cuales 380.000 (el 60%) votó por el PP,
que obtuvo 4 escaños más que en las anteriores elecciones. De los 45 escaños
que tiene la Asamblea ,
la cosa quedó así: PP (33), PSOE (11), IU (1).
Son dos momentos que recuerdo en los que he creído
ingenuamente que las cosas iban a cambiar.
Conforme me hago viejuno, no paro de encontrarme con gente
convencida de que un político es (y debe ser) exclusivamente un gestor de la
economía. Si no lo hace “bien”, hay que cambiarlo. Ese “bien”, así que se va
jodiendo más la cosa, se traduce cada vez en algo más humilde: de “cambiar el
coche cada cuatro años” ha pasado a “encontrar un trabajo, el que sea”.
Así de sencillo es entender así la política, como una
simple lógica de medios y fines. ¿Quiere
usted reactivar la economía española e intentar devolverla (aunque sea dentro
de veinte o treinta años) a como estaba antes de la crisis? ¿Sí? Pues no le
queda otra que aceptar estas medidas.
La imposibilidad real de salirse de la lógica capitalista
–según un profe mío, “la realidad ES el capitalismo”-, conlleva que sea imposible,
por ejemplo, no recortar el estado del bienestar en situaciones como ésta. No recortar
supondría hundirse más. La huelga -o mil que hiciéramos- es inútil y
contraproducente, y solo pone en evidencia nuestra ingenuidad.
Sin embargo, sé que hay mucha gente entre los que mañana se pararán en señal de protesta que no son nada ingenuos, ni antiespañoles, ni izquierdosos decimonónicos, ni borregos, ni nada de lo que se les está tachando en barras de bar, televisiones, muros de facebook o fueros internos. Creo que yo mismo, aunque está muy feo eso de ponerse como ejemplo, soy uno de ellos.
Podría argumentarse que fueron ellos los que nos hicieron
creer ciegamente en un modelo insostenible, y que la huelga es una
recriminación por las promesas incumplidas; pero no sería justo acusarles de
eso: la decisión de comportarnos como nos hemos comportado, de votar lo que
hemos votado, de querer lo que hemos querido, fue siempre nuestra en última
instancia, así que sonaría demasiado a rabieta infantil.
La huelga de mañana no va a conseguir que el gobierno dé
marcha atrás con la reforma laboral. Cuando la cosa iba bien, el estado
permitía más derechos a los trabajadores. Ahora que la cosa va mal, simplemente
no es posible.
Este aparente cinismo no es tal, sino que a mí me sirve como antídoto frente al pesimismo imperante. Recuerden que el antónimo de pesimismo no es optimismo, sino realismo. Del mismo modo, la antítesis de la depresión no es la alegría (que identificaría a aquella con la tristeza), sino la actividad (que define per negationem a la depresión como apatía o cansancio vital).
La huelga no cambia ni soluciona nada. No es útil, no es oportuna y ni siquiera es elegante. Pero es necesaria. Necesaria en un sentido que no atinaremos a ver desde aquí, y que desde luego no verán jamás los que la desaprueban. Según los cínicos, nuestras acciones no cambian el destino (no entorpecen el implacable logos del universo). No aumentan ni disminuyen el porcentaje del bien o del mal en el mundo. Tan insignificantes somos. Sin embargo, la falta absoluta de un sentido unívoco jamás ha disuadido a un hombre de hacer algo. Antes al contrario, el absurdo o el peligro nos atraen con una fuerza inexplicable.
Ahora bien, no hago huelga PORQUE crea que es absurdo, o porque sienta el espartano atractivo de la batalla perdida de antemano. La hago A PESAR de eso. Porque me hace sentir que aún hago cosas por cambiar las partes del mundo que no me gustan. Quizá ya no me vuelva a sentar nunca en una plaza, ni me vuelva a creer la posibilidad de un cambio a un modelo más justo e igualitario, transparente y democrático. Pero al menos sabré que les he dicho un tremendo NO a la cara a todos aquellos que sí están consiguiendo construír el mundo que les gusta y que manejan como quieren.
Hacer una huelga como enmienda a la totalidad del sistema no me suena tan ridículo si lo pienso bien.
Hacer una huelga como enmienda a la totalidad del sistema no me suena tan ridículo si lo pienso bien.
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