miércoles, 6 de abril de 2011

RECUERDOS COMO COSAS QUE SE TIENEN, por Dry

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Recuerdo -y es algo propio de los equinoccios el ponerse moña- que llevaba una falda. Eso es algo que jamás se me va a olvidar. Ella llevaba una falda de vuelo. O yo quiero recordar que era de vuelo. Era una falda como gris y con pequeñas florecillas, que parecía ser de seda, como si no pesara y apenas cubriera como un velo sus dos piernas de mármol de bailarina. Yo tenía ya algo de fetichista a mis quince años, así que sus piernas (que ya conocía, pues la había visto en bikini un par de veces) me volvían tarumba. Eran unas piernas estupendas, estupendos cuadriceps y gemelos de mármol blanco, como de Bernini. Además, ella (que no era coqueta en el sentido de tontadelpijo) un par de veces nos hizo un par de posiciones de bailarina clásica a petición popular, y eso fue ya el acabose, amigos: gracilidad, precisión, fortaleza, equilibrio.




También tenía buenas tetas, claro.



Ella iba a un colegio de monjas; sus amigas eran un poco sueltecicas, pero ella conservaba el candor de la educación ultrarrepresiva.



Con respecto a mis amigos, he de decir eran unos jinchos. Yo también, pero me tenían reservado el rol de líder ideológico-intelectual de la banda porque una vez, en el verano del 93, me leí un libro entero.



Durante ese verano fuimos varias veces a Torrevieja a verlas. Todas ellas tenían casa en la playa. Nosotros viajábamos en autobús tras ahorrar toda la semana (nada de futbolín; las cervezas, en litros en el parque). Bocadillos liados en papel de plata.



A ellas les gustábamos nosotros porque representábamos todo lo que sus profesoras y sus madres les prohibían: chicos de barrio, de familias obreras chusmosas, con cierta previsión de un futuro abocado a la delincuencia profesional. Además éramos más feos que pegarle a un padre con un calcetín sudao, lo que le añadía una vuelta de tuerca a su particular lucha contra el stablishment ideológico de la zona alta de la ciudad.



A nosotros nos gustaban ellas porque eran las únicas que nos hacían caso, y porque nos divertía ver cómo les fascinaban algunas cosas que para nosotros eran cotidianas: estar por las calles hasta tarde, robar en los supermercados, decir tacos o enseñar el culo a la menor ocasión. Éramos bastante cutres, pero a través de sus retinas parecíamos James Dean en Rebelde sin Causa.



Supongo que eso es el amor: reinterpretar subjetivamente la realidad, revalorizarla.





Cuando llegó septiembre sólo tenía dos sábados para verla en la playa, antes de volver a la realidad del nuevo curso y las lluvias preotoñales. La cosa no pintaba demasiado bien, porque nunca la veía a solas; y las pocas veces que había hablado con ella me había ido con la sensación de que era un cretino y que me iba a morir sin besar jamás a una chica en los labios.



Sin embargo, el milagro ocurrió. Las estrellas se configuraron para dibujar un corazón en el lugar donde debería estar la constelación con forma de lira, y el sábado mis padres decidieron que nos fuéramos de Murcia a Torrevieja a pasar la noche allí. Yo me inventé algo y salí por la noche a buscarla. Me paseé un par de veces por delante del portal donde se solían sentar ella y sus amigas a hacer cosas de adolescentes, hasta que al final me las crucé. A ella se le iluminó la cara casi tanto como a mí, así que me envalentoné y tras un par de frases le dije que por qué no salíamos esa noche, que así me enseñaba los bares de la ciudad, que no tenía nada que hacer.



Ella, como buena teenager, no estaba dispuesta a salir sin la cobertura de sus amigas, así que me obligó a pasar dos horas solo hasta que se hiciera la hora de quedar en el bar en que las encontraría después. Maldita sea, qué vergüenza. Tenía que ir yo solo, meterme en el bar yo solo, acercarme a donde estaba ella con sus amigas yo solo, hablar con todas yo solo, y pedirle que saliéramos fuera para poder estar a solas. Y todo eso, tras pasar dos horas yo solo, vagabundeando por las calles y las playas de Torrevieja, escondiéndome para no encontrarme con mis padres y mi hermana que estaban por ahí dando un voltio.



Era uno de esos findes de septiembre en que llevar chaqueta siempre es conveniente o se te pone piel de pollo en todo el cuerpo.



Se hizo la hora. Yo estaba como poseído, quizá por las cervezas que llevaba en el cuerpo, mezcladas con el frío, la euforia de haber mentido a mis padres todo el día, y la imagen que me devolvía el espejo de un moderno Romeo enfrentándose a su destino fuera el que fuera.



La recogí en el bar, y apenas tardé unos diez minutos en pedirle que fuéramos ella y yo solos a otro bar. Ella accedió. Maldita sea, se notaba que tenía las mismas ganas de que nos besáramos que yo. Sus amigas, todo hay que decirlo, también la empujaron a que viniera conmigo, entre risitas y miradas de picardía.



Qué guapa estaba. Mucho más que en bikini. Todo el verano se le había acumulado en la piel, sus tremendos ojos azules se habían clareado, y su pelo hacía ese efecto brillante que les ocurre a las chicas en la playa. Y la falda, claro. Se puso una falda de vuelo, gris y con florecillas. Yo, que lo más bonito que había visto en mi vida era el coche de El Coche Fantástico, estaba completamente entusiasmado.





Nos acercamos a otro bar y la quise invitar, pero solo llevaba dos monedas de cien pesetas, así que pronuncié la frase más mítica que he dicho en mi vida:



-¿Qué quieres, un chupito o un quinto de cerveza?



Ella dijo que una copa, que invitaba ella; que no me preocupara, que ella tenía dinero, mucho dinero. Yo le dije que mi padre era conserje en la universidad, y que la paga no era su fuerte. Ella me dijo que su padre era decano de una facultad, y que la pasta se le salía por las orejas.



Nos bebimos la copa y a mí los labios ya se me iban hacia ella. Pero no sabía qué hacer, ni cuándo, ni cómo, ni nada de nada.



Le dije que saliéramos. Salimos de la zona de los bares. Andando nuestros brazos se rozaron un par de veces y se notaba la electricidad electrostática liberándose. Anduvimos hacia el paseo marítimo, dejando la feria a la derecha.

Yo le dije que saltáramos la barandilla y nos acercáramos a un bloque de hormigón que hacía de pequeño rompeolas, pero que estaba lo suficientemente alejado del paseo (luz y ruido) como para disfrutar del murmullo del romper de las olas bajos nuestras piernas colgantes.



Allí, como en la escena de La Sirenita en que los peces y demás animalillos le cantan al Príncipe para que bese a Ariel, todo me empujaba en arrebatados impulsos para que me acercara a sus labios. En el cuarto o quinto impulso, mi cuerpo dejó de ofrecer resistencia, y él solo supo que tenía que hacer.







Qué suaves eran sus labios. Qué bien olía. Qué perfección por primera vez en la vida.





3 comentarios:

  1. cuando leo frases como "lo más bonito que había visto en mi vida era el coche de El Coche Fantástico" recuerdo por qué les hice un altar con crisantemos, cirios, bricks de pascual funciona y otros signos liturgicos.

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  2. ...puedo ir a rezar yo tambien, pola?

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  3. estoy en un mcdonal d un pueblo perdido de puto infumable francia probando mi nuevo movil por la sequia.aun asi me ha conmovido tu historia. si hibiesemos pensado mas en meter mano y menos en fabulas,no seriamos biofrutas secos y salaos pero mojariamos mucho en agua d coco. i wanna have sex on the beach

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