martes, 10 de julio de 2012

EL SENTIDO DE LAS MALLAS, por Así Hablaba Mr Dry

.







(Este es un post dedicado, 
no por su contenido sino porque sí, 
a nuestra nueva amiga bloguera Detri)







.


Recuerdo perfectamente esa conversación con mi amigo Sergei en la que se atrevía a preguntarme que qué coño era eso que me pasaba a mí, que me hacía vivir atormentado. Me puse poeta -como el que se pone una gorra- y le dije lo de la caprichosa mordedura de la hydra, que envenena a unas personas sí y a otras no, y me quedé tan ancho de malditismo que me tuve que pedir otro tercio y encenderme un Pete como atrezzo.


Pero también, por ejemplo, me podría haber puesto psicologista y desbarrar sobre la autoestima. Hablar sobre las ideas irracionales que subyacen al pensamiento consciente. Por lo visto las personas como yo, los malditos, estamos llenos de ellas. Quizá por los dibujos animados que vimos de guachos, o algunas torpezas que cometieron nuestros padres, o por las mierdas que nos hicieron escuchar en catequesis, o vaya usted a saber de dónde salen. Las modernas terapias cognitivas las intentan descubrir, desactivar y trucar por algo más adaptativo. Son, por ejemplo, las que te hacen creer -sin saberlo- que le tienes que caer bien a todo el mundo. O que las cosas deben llegar sin esfuerzo o no llegar, y que si no te han llegado ya es que no vales para este juego de la vida. Esas ideas que tienen como resultado ineluctable la baja autoestima, esto es, el odiarse a uno mismo como si fuera el mismo diablo. En la sabiduría oriental los males del alma tienen todos que ver con la frustración. Y la frustración es la rabia de no poder conseguir lo que uno quiere. Los orientales y los cognitivistas se afanan en enseñarle al alma a querer solo aquellas cosas que puede conseguir. En otras palabras, dejarse de paparruchas. Pero bueno, dejemos esto, porque de lo que tratamos aquí es del diagnóstico, y no -de momento- de la cura. Y el diagnóstico viene a ser que la baja autoestima es una mierda como un piano. Eso es así. (Aunque también podríamos decir en su defensa que, en fin, el "sentirse mal con uno mismo" de algunos ha beneficiado a veces a la humanidad, desde los logros civilizadores de Alejandro Magno o Julio César, hasta los cacharros inventados por Batman: gente frustrada que busca recobrar la homeostasis psicológica, y acaba liando movidas muy tochas que una mano invisible se encarga de revertir hacia el Bien Común.)


Con Sergei, por último, me podría haber puesto marxista-benjaminiano, y decirle que los falsos (los raros) son ellos: los burgueses que no sufren el mundo. Los occidentales acomodados ocultan la realidad. La falsean para no ver que está construida sobre una opresión y una injusticia que ríete tú de las distopías más locas. La historia, decía Hegel, camina sobre cráneos. La historia es un banco de matarife.




***


El caso es que cualquiera de estas tres explicaciones me habría servido. Explicarle a Sergei por qué soy un auténtico cenizo -y no se me va la cosa ni con agua caliente- lo podría hacer, si me pongo, de miles de maneras diferentes. Las palabras son así, versátiles hasta decir basta. Y no es que yo sea un fenómeno literario, es que las mentes humanas -también las de los canis como yo- no paran de crear explicaciones para las cosas. Todas hechas de palabras. Palabras que apaciguan, que anestesian. Palabras que se lleva el viento.


Las palabras se las lleva el viento. Todas. Y cuando se las lleva el viento te quedas tú solo, y a ver a quién le colocas tú ahora una explicación.


En el final de El Graduado (que tan acertadamente citó nuestra prima Polarette), por ejemplo, se ve que la vida no tiene finales, por mucho que uno quiera balizarlos con palabras.


Ir a la iglesia donde se va a casar la señorita Robinson y enemistarte con toda tu familia y amigos por siempre jamás y raptarla como el que rapta a una sabina y escaparte con ella y sentirte dentro de un mito y decir "te voy a querer siempre" y darse al noble arte del fornicio durante treinta días con sus treinta lunas, todo eso, no es más que mito. Y de hecho, ni siquiera es muy original.


Pero es que, además, los mitos son palabras, y las palabras son mentiras. La vida no se deja mitificar por mucho tiempo. De hecho, mientras hacemos nuestros discursos, los topos siguen haciendo su labor bajo tierra y los planetas siguen girando en silencio. 






***




Seguro que recuerdan del instituto la evolución del hombre según Nietzsche. Las famosas transformaciones: de camello a león, y de león a niño




Al principio elegimos ser camello. Un animal sumiso pero fuerte, que agarra el peso del mundo y se lo echa a la espalda. Con él se adentra en el desierto. Sin agua, pero con una titánica fe en sus alforjas.


En el desierto la cosa no mejora. No hay ni rastro de oasis, ni baja Dios a preguntarte qué tal vas. El camello se empieza a encabronar, y cuando quiere soltar una enorme coz se mira y se descubre unas garras.  El león ruge, destruye, clava la espada en la cruz como Vlad de Valaquia. El león grita con fuerza "¡Quiero!", y se mete en la iglesia y sale cabalgando hacia el ocaso con la Señorita Robinson en su lomo




Con todo arrasado, sin nada que destruir el león se calma y se sienta. Cuando pregunta "¿y ahora, qué?" nadie le responde y llora. Pero no de rabia: llora como lloran los recién nacidos. 


El niño gatea, coge lo que tiene alrededor y lo descubre. No lo descubre: lo crea, lo inventa, lo bautiza.  El niño juega. Todo lo asimila a un juego cerrado sobre sí mismo. Él pone las reglas, él crea el mundo. Se ríe y disfruta sin las cargas del miedo o la esperanza. 
















Pues ya hemos llegado, ¿no?












***


...














Ay, si fuera tan fácil.






¿Por qué no se va esa sensación? ¿No parece que te sigue faltando el aire? Pareciera que el niño tenga que compartir su espacio con el abnegado camello y el rencoroso león. ¿Qué hay de las promesas de transformación, de la recompensa a todo este esfuerzo?




El mito de las tres transformaciones, las malditas palabras, te han engañado de nuevo.




La cosa se va a quedar así, y ya no te quedan cartuchos. Tienes que aprender a vivir contigo mismo, oyendo tu pensamiento ad nauseam, encerrado en un cuerpo que ya no es algo accidental, sino que básicamente es todo lo que eres. Tienes que comer, socializar, y en general eso que se llama "vivir", sin más sustento teórico que el que tú puedas proporcionarte.  Tienes un background, un lebenswelt, una perspectiva que te ayuda y te predispone. Pero una vez que asumes que Dios ha muerto te quedas más solo que un indio fumando.




Has empezado a crear valores como un niño, has jugado y... te das cuenta de que has acabado haciendo las mismas cosas que el resto de la gente.




Esto antes te turbaba porque te hacía sentirte mediocre. Pero ahora no es igual. No te sientes mediocre por comparación. Sabes que es tu juego y son tus reglas, y eres el campeón hagas lo que hagas. ¿Por qué no se va esta sensación?


Intuyes que a Alejandro Magno le pasó también, por muy conquistador del mundo que fuera. Puedes imaginarlo perfectamente en el momento en que se dio cuenta de eso de la "gloria" por la que luchó Aquiles era una patraña considerable. Le vio la tramoya a la cosa. Sería recordado, sí. Pero sería olvidado también. Como las pirámides de Egipto. La gloria (o el propio autoconcepto) poco podían hacer frente al apabullante silencio del universo.




Entiendes entonces, y vuelvo a lo de antes, que hacer las mismas cosas que el resto de la gente es desquiciante sí, pero no por los motivos que antes creías, sino por algo mucho peor. Porque la vida no tiene sentido más que el que tú le des. Y que cuando se lo das, pues tampoco eso sirve de mucho, porque entonces tienes que lidiar con la insignificancia de tu propia empresa.


Si eso te ocurre, dice Nietzsche, entonces estás en el buen camino; que es, por otra parte,  el único que hay.


Si has llegado a sentarte en el alféizar de la ventana y ni siquiera te quedan ganas de cagarte en Dios, y además has asumido que te vas a morir y que el hecho de que tus genes te sobrevivan no te apacigua ni una chispa, por no decir que ni tu blog (estética) ni tus actos altruistas (ética) te anclan con firmeza al mundo, entonces estás preparado para soltar el último lastre.


En el fondo, el miedo que tienes es el mismo que has tenido siempre. El mismo que sentiste al ver tambalearse a Dios: el miedo a la vulnerabilidad.  Si quieres estar protegido es que hay algo que quieres proteger. Y si te está pasando eso es que aún no entiendes lo que eres. Solo podrás desactivar ese miedo enfrentándolo y dejando que te atraviese hasta los huesos.






¿Y cómo se hace eso? Con un sencillo, pero terriblemente eficaz, experimento mental. De nuevo, un mito. Palabras que te hagan pensar, pero no como antes (sin poner nada en juego), sino palabras que broten de tu más profundo ser y te obliguen a arrasar con tus más íntimos deseos de protección, de supervivencia, de identidad:
















Piensa si querrías repetir infinitas veces tu vida EXACTAMENTE IGUAL a como la has vivido.


























Afirma con rotundidad y entonces, solo entonces, estás preparado para morder la cabeza de la serpiente.












2 comentarios:

Por favor, deje su mensaje después de oir la señal.
¡Teeeeeteeeejas!